lunes, 22 de junio de 2009

Participación y debate: problemas prácticos


A propósito de la polémica planteada por Carlos Rivas





Personalmente, en este tema del hiper-liderazgo creo que habitan dos problemas íntimamente relacionados pero distintos al fin. En primer lugar, me parece que hay un problema si se quiere de “fondo” y en segundo, otro –también con todas las entrecomillas del mundo- de “forma”. El problema de fondo tendría que ver naturalmente con el contenido de lo que se discute y el segundo con el sentido de la discusión en sí. En cuanto al problema de fondo, que no es sobre el cual pienso detenerme, el asunto concierne ni más ni menos en el tipo de sociedad qué queremos y en el modelo económico que sustente dicha sociedad. O dicho de un modo más simple: el problema del liderazgo no tiene que ver con la posibilidad de discutir o no, de que te escuchen o no, de que te deje pensar o no. Y esto no sólo porque en cuanto a tales cosas lo único decente que uno podría decir es que no se necesita permiso para hacerlo, sino porque en el fondo lo que se cuestiona es la orientación que en determinadas circunstancias y bajo ciertas condiciones puede tomar dicho liderazgo. Así las cosas, bien es cierto que Venezuela cambió para siempre y para mejor si se le compara con el orden cuarto republicano, ¿pero es necesariamente por eso cierto que vamos rumbo a la construcción de una sociedad socialista? ¿Desarrollo y crecimiento económico en condiciones de mejor redistribución de la renta es forzosamente anticapitalismo? Yo no estaría tan seguro y creo que mucha gente tampoco aunque no me cerraría a la posibilidad de lo contrario. En tal virtud, discutir al liderazgo es discutir para dónde vamos y creo que en la condiciones actuales del proceso político venezolano esto es imperativo radical tal y como el propio presidente lo ha dicho y como cualquiera medianamente sensato admitiría en reconocer.


El segundo problema, el de la forma, parece trivial pero no lo es. Y la mejor prueba de que no, lo representa la polémica desatada por las declaraciones de Monedero y el revuelo en torno a la posición de lo que se ha convenido en llamar “los intelectuales de izquierda”. Hay un dicho, de Bretch creo, que dice que la mejor prueba de un pastel es que alguien se lo coma. En tal sentido, de poco sirve asegurar que uno es favorable a la crítica, que la impulsa, la promueve y la celebra, que está bien y que es lo mejor del mundo, si a la hora de la verdad, en el momento propiamente “crítico” de la cosa, solo la convalidad cuando es inofensiva para nuestros intereses o patrones mentales. En el marco de una política realmente revolucionaria, la igualdad y el disenso no son dos cosas muy importantes que hay que cuidar o dos derechos sagrados que hay proteger y demandar. En el marco de una política realmente revolucionaria y, especialmente, en el terreno de las relaciones entre los propios revolucionarios, la igualdad y el disenso son las condiciones mismas de la política revolucionaria en sí. La presuposición de igualdad de cualquiera con cualquiera y la preocupación por ponerla a prueba a cada rato mediante el disenso no son, por tanto, dos buenas consignas para animar las tertulias alternativas sino que son los fundamentos de lo que significa ser revolucionarios. Lo otro, en mi criterio muy personal, significa caer en eso que se llama el pensamiento policial: la mala costumbre de la distribución jerárquica de los lugares y las funciones, la compartimentación de lo que se puede y lo que no se puede decir, de lo que se puede y no hablar, de lo que se debe mirar y lo que no. Poco importa que se sea pedestre como Maduro al manifestarlo, “políticamente correcto” como los hipócritas u oportunista como los real politiks (“no es el momento para hacerlo”). El caso siempre será que una política que se pretenda emancipadora debe levantarse también contra estas formas de la decadencia que son el germen del conservadurismo y la manifestación más evidente de los pequeños fascismos que cultivamos bajo el ropaje del progresismo.


Lo anterior por su puesto no implica que el mundo del debate y la polémica todo lo que se dice es igualmente válido y tiene el mismo nivel de “verdad”. Pensar eso, en el mejor de los casos, significa pasar del autoritarismo de lo políticamente correcto o “lo pertinente” al no menos autoritario sofismo relativista. Así las cosas, lo que debe someterse a prueba permanentemente son las posiciones, las ideas, las ocurrencias, etc., esa es la verdadera batalla. Pero lo que no se debe poner en cuestión nunca es la posibilidad de que cualquiera tome la palabra y se manifiesta si cree que debe hacerlo por tal o cual razón. En el caso del artículo escrito por Carlos Rivas, yo encuentro problemática la intensidad que le pone a algunas acusaciones como la lógica adeca del gobierno y los principios goobelianos de la política. Para decirlo en términos simples me parece que exagera. Ahora bien, lo que celebro y mucho es que se atrevió a formular cosas importantes que se deben discutir, a “oxigenar” una discusión que sin duda estaba adormecida y que otros también han querido despertar. Este hecho pequeño me confirma lo que pensaba de él desde que lo conocí: que tiene lo que, desde mi punto de vista al menos particular al menos, caracteriza a un revolucionario de verdad: valor y consecuencia de principios.


Para terminar, me gustaría recordar un hermoso texto de Jacques Rancière llamado “los usos de la democracia” que creo que viene bien al caso y en todo caso me gustaría compartir con todos aunque en especial con Carlos y también con la Fabiana ya que a partir de una conversación con ella lo terminé leyendo. Con respecto al tema de la participación, Ranciére se cuestiona si tal y como se plantea en algunos debates contemporáneos la misma no se ofrece como “migajas de solución” a los grandes problemas que generaron “las grandes alternativas abatidas”. Esto, ya que por lo general “la participación mezcla dos ideas de orígenes diferentes: la idea reformadora de la mediación necesaria entre el centro y la periferia y la idea revolucionaria de actividad permanente de los sujetos ciudadanos en todos los dominios”. Según Rancière, la mezcla de ambos produce la “idea bastarda” que asigna, como lugar para el ejercicio de la permanencia democrática, la ocupación de los espacios vacíos, desocupados, no utilizados del poder. Más la permanencia de la democracia, se cuestiona: “¿no supone más bien su movilidad, su capacidad de desplazar los lugares y las formas de la participación?” Este poder que algunos obreros han adquirido mostrando durante una huelga que podían, en esas circunstancias, administrar una fábrica, ¿por qué tendríamos que desear que encuentre su perfección realizándose exclusivamente bajo la forma de autogestión y no inventar otras nuevas? O en el caso nuestro, el venezolano digo ahora yo, ¿por qué tendríamos que desear que el poder popular se efectúe única y exclusivamente en el espacio de los consejos comunales y el PSUV y no inventar formas nuevas, realmente revolucionarias, de participación? “La verdadera participación, sigue Rancière, es la invención de ese sujeto imprevisible que hoy día ocupa la calle, ese movimiento que no nace de otra cosa que de la democracia misma. La garantía de la permanencia democrática no pasa por ocupar los tiempos muertos y los espacios vacíos (abandonados, cedidos por el poder) por medio de formas de participación o contrapoder: pasa por la renovación de los actores y de la forma de su actuar, por la posibilidad, siempre abierta, de la emergencia de ese sujeto que eclipsa. El control de la democracia no puede ser sino a su imagen: versátil e intermitente, es decir, pleno de confianza”.


Luis Salas Rodríguez.
salarluis@gmail.com

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